8 de agosto de 2011

No soy una casa.

Una noche tranquila con una taza de té, que ya debe de estar frío, y unas gafas sucias que no me apetece limpiar. El gato que yace en mi barriga ha decidido despertarse a estas altas horas de la noche, maullando. Tengo hambre, y el frigorífico está vacío. Mirando el lado positivo, me ahorro el ponerme como una perra. La última vez que estuve en una situación como esta, acabe comiendo trozitos de hielos y queso rayado. Hoy, lo único que puedo comer es lechuga sin sal, ni aceite, ni vinagre. Vamos, hierba. El gato sigue incordiando, rugiendo. Me acabo lo que me queda de té, el cual evidentemente está frío. Echó la cabeza hacia atrás,y me acomodo entre los cojines. Un grito de mi hermano me baja del quinto cielo a patadas. Odio la Play Station con todas mis ganas. Algún día cortaré algún que otro cable de esos que salen por detrás, y podré descansar en paz. Tengo hambre. Agua, quiero agua. Voy a la cocina. Bebo del grifo, a morro. Tengo esa mala costumbre. Me vuelvo a tumbar. Me he dejado la puerta de mi habitación abierta. ¿Y? Osea, ¿Qué me puede pasar? Tengo que cerrarla, no aguanto verla a medio cerrar. Son las 3 y algo, me voy a la cama antes de que lleguen las 4 y algo. Porque las 5 y algo se llevaban mal con las 6.



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